'Lo que el viento se llevó': 80 años de una película más grande que la vida

Los avatares de Escarlata O'Hara en las casi cuatro horas de duración de la película pueden establecerse como analogía de los avatares de la realización de la película y de sus contradicciones. Hoy, ocho décadas después, seguimos celebrando su existencia.
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Lo tenía todo para ser un éxito, pero casi todos creían que sería un fracaso. La película de Lo que el viento se llevó aunó altísimas expectativas, una producción ambiciosa y llena de contratiempos, y una visión del pasado que resultó polémica desde el momento en el que se concibió. 80 años después de su estreno, Lo que el viento se llevó nos habla tanto del poder del cine como de las glorias y miserias de su época y de la nuestra. Esta es su historia.

La aparición en 1936 del libro Lo que el viento se llevó, de la periodista Margaret Mitchell, supuso tal fenómeno sociológico que incluso antes de que se publicara ya se habían vendido los derechos para su adaptación al cine. Kay Brown, cazatalentos para el productor David O. Selznick, supo reconocer que en ese manuscrito que estaba a punto de ser impreso había material para una gran película y convenció a su jefe para que comprara los derechos por 50.000 dólares pese a su reticencia inicial. No se equivocaba. Cuando salió a la venta, la mastodóntica novela de 1.000 páginas se convirtió en un inmenso éxito de ventas. Los norteamericanos que bregaban con la Gran Depresión encontraron un eco de lo que ellos sufrían en las peripecias de unos personajes que vivían, morían, se arruinaban, se enamoraban, se odiaban y eran arrasados por los efectos de la Guerra de Secesión. No fue un típico caso de novela popular despreciada por la crítica: Mitchell ganó incluso el premio Pulitzer de 1937, un premio al ritmo, la intensidad y la emoción innegable de su obra. En todo el país se desató una auténtica “fiebre Escarlata” por la protagonista del libro, su mundo y su trayectoria. Por supuesto, a finales de los años 30, Lo que el viento se llevó era la película que todo el mundo quería ver.

Una consecuencia de esto era que cada lector tenía una opinión muy marcada sobre cómo debía ser la película y quién debía interpretar a los personajes. Al menos, para el principal papel masculino, el cínico y arrogante aventurero de Charleston Rhett Butler, existía un consenso casi total. Clark Gable era el hombre de Hollywood que reunía estos requisitos, y tras arduas negociaciones con la Metro para que lo cedieran, se anunció su contrato para alivio de lo que hoy llamaríamos fandom. Para el correcto –en apariencia–, sensible y sombrío Ashley Wilkes, el elegido fue Leslie Howard; para la pluscuamperfecta pero nunca irritante pese a su carácter seráfico Melania Hamilton, la elegida fue Olivia de Havilland, que peleó por que la “prestaran” a la productora de Selznick. Elegir a una actriz adecuada para interpretar a Escarlata era harina de otro costal. El proceso para encontrarla forma parte del mito de Hollywood y constituye una leyenda en sí mismo, al que se le han dedicado varios libros y documentales.

El avispado Selznick prefería una actriz desconocida para el papel, para que el público pudiese identificarla de pleno con Escarlata, lejos de los perfiles y personalidades que se le daban a las estrellas en su tiempo, a medias entre la realidad de la persona y la imposición del estudio. Puso en marcha una campaña de casting masiva a través del país para dar con la anónima mujer que escondía una estrella dentro. El estudio se llenó de cartas de aspirantes que se presentaban como “la próxima Escarlata O’Hara” y se entrevistó a más de mil desconocidas, en un proceso lento y engorroso que atrajo muchísima publicidad e interés sobre la producción. Décadas después, la continuación de Lo que el viento se llevó, Scarlett, basada en la secuela escrita por Alexandra Ripley, repetiría la jugada con éxito publicitario similar (no artístico).

A la vez, todas y cada una de las actrices de Hollywood del momento se presentaban a las pruebas para interpretar a Escarlata. ¿Cómo no iban a querer hacerlo? En un mundo lleno de papeles de ingenua, de santa o de mujer fatal, Escarlata era tridimensional, una protagonista absoluta en forma de antiheroína egoísta, valiente, orgullosa, vulnerable y terriblemente humana plasmada de una forma que pocas veces se veía en el cine. Escarlata podía ser una zorra con algunas de las mujeres que la rodeaban, pero las salvaba de la miseria. También era una niña mimada preocupada solo por lo ajustado de su corsé, pero cuando llegaba la hora estaba a la altura de las exigencias, era capaz de partirse el espinazo y llenarse las manos de callos recogiendo algodón para salvar su casa, su familia y su tierra. Los requisitos que se pedían eran complejos: tenía que ser una actriz que pudiese interpretar un considerable rango de edad, desde a una adolescente coqueta a una mujer madura (para la época), empresaria y madre. Debía ser guapa y deseable, pero sin pasarse de despampanante. Se buscaba que poseyese cierta elegancia y aire aristocrático, pero también debía resultar solvente como una mujer destruida con la cara manchada de barro que se retuerce de hambre. Y, sobre todo, tenía que tener un inmenso talento, porque la película entera se basaba en Escarlata.

Katharine Hepburn quería el papel, pero a Selznick no le gustaba, además de lo deficiente de su imitación del acento sureño. Bette Davis se llevó un disgusto considerable cuando la rechazaron por no ser lo bastante sexy, tanto que se resarció interpretando una Escarlata wannabe en el 38 en Jezabel, otro filme sobre una orgullosa belleza sureña que desafía las convenciones sociales a golpe de vestido rojo (filmada en blanco y negro). En el caso de Jezabel, la fiebre amarilla hacía el papel de la Guerra de Secesión, y le consiguió a la actriz, una yankee orgullosa de serlo, por cierto, su segundo Oscar. Otros nombres que se postularon o barajaron fueron Tallulah Bankhead, Susan Hayward, Lana Turner, Joan Bennett, Joan Crawford, Jean Arthur, Barbara Stanwyck, Miriam HopkinsPaulette Goddard estuvo a punto de conseguir el papel, pero la publicidad negativa derivada de su relación con Charlie Chaplin parecía un impedimento, aparte de que Selznick no estaba cien por cien convencido de que era ella, y quería estarlo.

El papel del productor es imprescindible en esta historia. Lleno de arrojo y carácter, David O. Selznick había abandonado la todopoderosa Metro-Goldwyn-Mayer –aún estando casado con la hija de Mayer, Irene– para tener el control total y llevar a cabo sus propias películas, unas que tendrían un sello muy particular y el público supiese reconocer y valorar por sí mismas. Había realizado ya El prisionero de Zenda, Ha nacido una estrella o El pequeño Lord, y después de Lo que el viento se llevó produciría Rebeca, Recuerda o Duelo al sol. Fue el responsable de llevar a Hitchcock a Hollywood, de descubrir estrellas como Fred Astaire o Ingrid Bergman y de granjearse la fama de productor total, obsesivo del control, que escribía memorándums a sus empleados –directores y técnicos– en los que especificaba de forma tan concreta cómo quería que hiciesen su trabajo que algunos reaccionaban con indignación.

El hallazgo de la Escarlata O’Hara perfecta demostró su paciencia, su fe en sí mismo y su afán perfeccionista. Tanto fue así que el rodaje se inició sin la estrella elegida; para aprovechar unos decorados de películas antiguas (entre ellos King Kong) que iban a destruirse, empezaron a rodar las escenas del incendio de Atlanta con dos dobles de los personajes de Butler y Escarlata. Lo que se cuenta es que durante esa jornada, el hermano de David, Myron, agente de artistas, se presentó en plató y le dijo a su hermano “Te presento a Escarlata O’Hara”. Entonces se apartó y el resplandor de las llamas iluminó de rojo el rostro de Vivien Leigh.

La realidad es menos romántica, pero casi igual de interesante. Vivien era una actriz de prometedora pero todavía incipiente carrera en su Inglaterra natal, donde acababa de compartir pantalla con la ya estrella Laurence Olivier. Pantalla y algo más, porque ambos, casados y con hijos, iniciaron un romance tempestuoso que se sellaría con una boda en 1940. Pero antes de eso, Olivier fue reclamado en Hollywood para protagonizar Cumbres borrascosas, y Vivien se fue con él. Usó sus contactos, consiguió una prueba y se hizo con el papel, en el que quizá sea el mejor acierto de casting de la historia del cine.

En su momento no se recibió así. “El señor Selznick se ha pasado dos años decidiendo quién era su Escarlata, y millones de mujeres americanas resultaron no ser adecuadas para él” escribió indignada Hedda Hopper en una de sus columnas, que terminaba con la predicción de que nadie iría al cine como medida de protesta. En efecto, Vivien Leigh no es solo que no fuese sureña, es que no era ni norteamericana. Pero pulió su acento británico hasta convencer a todos, –igual que décadas después, a la inversa, la estadounidense Renee Zellweger bordaría el acento británico para interpretar a Bridget Jones–.

Una vez encontrada la estrella, el resto del rodaje no estuvo exento de problemas. Las más conocidas, las desavenencias entre Selznick y los directores: el contratado en un inicio George Cukor fue despedido a las tres semanas y sustituido por Victor Fleming, que venía de trabajar en El mago de Oz. Corrió el rumor de que Gable no estaba cómodo trabajando con George Cukor, homosexual notorio, porque en sus inicios como actor hambriento de fama había tenido que trabajar como chapero o chico de compañía, algo que Cukor sabría gracias o sus contactos o, en su versión más jugosa, por haber contado con sus favores.

Victor Fleming firmaría la producción, aunque el agotamiento derivado del trabajo provocó que Sam Wood también rodase algunas escenas. La relación entre Vivien Leigh y Leslie Howard, de cuyo personaje se supone que estaba rematadamente enamorada, tampoco fue fácil. La enormidad del material obligaba a una duración larguísima –pese a omitir personajes como los dos hijos de Escarlata de sus primeros matrimonios o a Will Benteen–, algo que ponía nerviosos a los que distribuían la película.

En esencia, se la considera el ejemplo más preclaro de una película de productor, la destilación suprema del sistema de estudios por parte de un outsider de ese mismo sistema. Selznick tenía tanta presión que en el 37 había empezado a tomar bencedrina para poder hacer frente al extenuante ritmo de trabajo, algo que según su esposa Irene cambiaría de forma radical su carácter. Él mismo diría antes del estreno: “Esta película me ha afectado tanto de forma física, ha robado tanto de mí, incluida toda mi vida personal, durante tanto tiempo, que mis sentimientos hacia ella van más allá de la mera convicción comercial, están en lo más alto de lo emocional”. La película terminaría costando 4,35 millones de dólares, el presupuesto más alto de su época.

Para el estreno en diciembre de 1939 en Atlanta, el alcalde de la ciudad declaró tres días de fiesta para que los ciudadanos pudiesen honrar la película como se merecía. Allí se reunieron Margaret Mittchell y todo el equipo de la película “para ver Lo que el viento se llevó como un espectador más”, en palabras de Gable, acompañado de su esposa Carole Lombard. Y la disfrutaron, vaya si la disfrutaron. El país entero cayó bajo el embrujo del glorioso technicolor, la potencia de la música, el vestuario, lo adecuado de la adaptación y por supuesto la arrebatadora Escarlata que encarnó Vivien Leigh.

Llegaba además en el momento adecuado, con tambores de guerra sonando en el horizonte. La Segunda Guerra Mundial, que estalló justo en 1939, meses antes del estreno, y en la que Estados Unidos tardaría algo en embarcarse, marcaría de hecho de forma directa a varios de sus implicados: Leslie Howard moriría en el 42 frente a las costas de Cedeira al ser su avión abatido por los nazis, en un final que hubiera emocionado al mismo Ashley. Hubo rumores sobre espionaje y sobre que en vez de Howard podía ser el mismo Winston Chuchill el que iba a bordo. También en un accidente de aviación en el 42 falleció Carole Lombard, esposa de Clark Gable, durante una gira para vender bonos de guerra. Gable quedó destrozado y nunca lo superó del todo.

En un año tan mágico para el cine de Hollywood como fue 1939 –glosado entre otros por Peter Bogdanovich en un texto de su libro Pieces of Time–, donde se estrenaron otras obras maestras como El mago de Oz (en la que había trabajado Fleming), La diligencia (por la que ganaría un Oscar a actor de reparto Thomas Mitchell-Gerald O’Hara), Ninotchka, Tú y yo, Mujeres (dirigida por Cukor tras su despido), El joven Lincoln o Goodbye Mr. Chips, Lo que el viento se llevó brilla como el logro increíble que es. Estaba claro que arrasaría en los Oscar y así fue, ganó 10, ocho competitivos y dos honoríficos. Uno de ellos, el de mejor actriz de reparto, fue para Hattie McDaniel, la primera persona afroamericana en ganar un Oscar (y la única mujer negra durante más de 60 años). Al tratarse de una mujer de raza negra, no pudo sentarse en la misma mesa que el resto del reparto, pues la gala se celebró en un hotel en un estado segregado. Y eso nos lleva al siguiente punto.

No todo el público recibió el estreno de Lo que el viento se llevó con júbilo y reverencia. La propia naturaleza de la novela –bien adaptada por la película– la convertía para gran parte de la comunidad afroamericana en un insulto. La visión del sur pre guerra civil y de los años de la reconstrucción de Lo que el viento se llevó son, como poco, problemáticos. La película muestra un mundo ideal de caballeros románticos que transitan por los campos de algodón, tratan bien a los esclavos y consideran la esclavitud una especie de mal necesario. Los esclavos liberados son, en el mejor de los casos, incapaces de salir adelante sin un amo blanco que les dirija, y en el peor, unos maleantes y unos delincuentes. Mammy es un personaje positivo y entrañable que roba el corazón de los espectadores, pero también un estereotipo racial, el de la, obvio, “Mammy”, la niñera y criada negra que suple con sentido común y un gran corazón su falta de cultura y educación. Prissy, con su molesta voz chillona, representa a la chica corta de luces, vaga, a la que hay que estar reprendiendo de forma constante para que haga algo. Se dicen cosas sin ningún empacho como “la risa de los negros en sus cabañas comiendo sandías”, y se substrae el mensaje de que los negros y el sur entero estaban mucho mejor siendo esclavos que liberados. Y recordemos que la “reunión de caballeros” a la que acuden Frank Kennedy y Ashley después del ataque a Escarlata es un eufemismo de la creación del Ku Klux Klan. Para el espectador blanco de los años 30, esa suerte de racismo inocuo de Ashley (que prometía haber liberado a los esclavos al haberlos heredado) o Melania era algo con lo que podía sentirse identificado y reconocido. Solo que el racismo, como sabemos, nunca es inofensivo (de hecho esos tan correctos caballeros sureños “para defender el honor de sus mujeres”, organizan linchamientos clandestinos). Ya en 1937 la productora de Selznick recibía cartas de grupos de distintas partes del país que denunciaban: “Consideramos esta obra una glorificación del viejo sistema de la esclavitud, propaganda para los racistas, la discriminación, y una incitación al linchamiento”. En Chicago los manifestantes gritaban que la película glorificaba la esclavitud y que los negros no habían sido esclavos pacíficos. Lo paradójico es que la película es también una de las primeras obras masivas de la cultura popular en la que los actores afroamericanos representaban a personajes con nombre, frases y créditos, en la que no eran solo un acompañamiento musical o un estereotipo directamente diabólico, a lo El nacimiento de una nación.

Selznick protestó de forma personal por el trato a Hattie McDaniel como ciudadana de segunda clase. La actriz recibió su Oscar emocionada, consciente del momento histórico que estaba viviendo y desando que inspirase a generaciones de jóvenes. Lo triste es que papel de Mammy no le consiguió personajes de enjundia superior y ni siquiera similar. Como recuerda Karina Longworth en su serie de You must remember this sobre otra película, como poco, controvertida, Canción del sur, McDaniel se pasó su carrera encasillada en papeles de criada y en repeticiones del rol de Mammy. En su momento, les dijo a los críticos de su misma raza: “Prefiero cobrar 700 dólares a la semana por interpretar a una criada que 7 dólares al día por trabajar como criada”. A Butterfly McQueen, Prissy, le pasó lo mismo: papeles de criada en películas como Mildred Pierce, a menudo sin acreditar.

El racismo no es el único aspecto controvertido de la obra: en una conocida escena, Rhett Butler viola a su esposa, y a la mañana siguiente ella se muestra encantada y satisfecha de que él lo haya hecho. La secuencia, de forma de nuevo paradójica, provocaba suspiros de deseo entre el público femenino, que comprendía la parte física de Escarlata a la que se estaba haciendo referencia. Hoy podemos interpretarla en otros términos y asombrarnos de cómo funcionaban cierto tipo de cosas hasta anteayer. Sobre el racismo, los libros de historia y películas como Doce años de esclavitud o novelas como El ferrocarril subterráneo –otro premio Pulitzer ambientado en los campos de algodón de Georgia- nos ofrecen una idea mucho más ecuánime y menos parcial de lo que suponía ese sistema económico y social por el que tanto se llora en Lo que el viento se llevó. Existe incluso una versión alternativa, The Wind Done Gone escrita por Alice Randall, en la que la protagonista es la hija de una relación adúltera entre el señor O’Hara y Mammy. La visión idealizada de la película sobre “Dixie” no es la única que tenemos, pero durante décadas prácticamente lo fue. El que la todavía, según la inflación, película más taquillera de la historia, sea objeto de una reflexión sin fin debería ir mucho más allá de los intentos de prohibirla o las dudas sobre si algún día será censurada.

Porque no es fácil odiar ni obviar Lo que el viento se llevó. Incluso en países alejados de la problemática del su momento, como España, donde se estrenó por culpa de la censura en uan fecha tan tardía como 1950, supuso un éxito avasallador. Los espectadores sentían que los horrores de la guerra descritos les hablaban también a ellos, y las mujeres encontraron en la siempre egoísta y caprichosa Escarlata un inesperado, incorrecto e imperfecto icono de libertad. Su colección de frases –“Francamente, querida, me importa un bledo”, “Mañana será otro día”, “A Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre”– resulta reconocible para quien no ha ni visto la película, igual que la aparición de Escarlata con un vestido hecho con las cortinas de terciopelo verde de su difunta madre. La película tiene ese algo intangible de las obras maestras, algo que no se puede definir ni encapsular, que marca la diferencia entre una buena película y las que están tocadas por algo más, las que forman parte de la memoria sentimental y la educación de varias generaciones. Y es ahí tal vez a donde debamos dirigirnos, a la educación de una generación que sepa reconocer la falsificación y dulcificación del pasado cuando la ve, y que encuentre, en vez de motivos para olvidar una película y fingir que no existe, nuevos motivos para verla, sentirse incómodo por algunas cosas, disfrutar otras, examinar sus privilegios, reconocer sus propias contradicciones, y las de toda una época plasmadas en una película que es, definitivamente, más grande que la vida.